Recursos

La agricultura siempre fue la principal y casi única fuente de ingresos del pueblo. Su primordial producción son los cereales: trigo y cebada en primer lugar y, en menor cantidad, la avena y el centeno. También se cosechaban judías, almortas, habas, guisantes, lentejas y garbanzos, hoy día ya en mucha menor proporción. Tiene una buena producción de olivas, de las que se separan pequeñas cantidades para aliñar y consumo casero, y el resto se hace aceite. De los árboles, después del olivo, el más abundante es el nogal (o noguera como aquí se llama), al que le sigue la higuera, el cerezo, el ciruelo y el almendro. Los huertos del Barrancal o las suertes de la vega,  producían lo suficiente para el consumo local de patatas, tomates, pepinos, lechugas, calabazas, etc.

Antiguamente hubo una producción vinícola de autoconsumo muy importante, hecho que lo atestigua la gran cantidad de bodegas que existen. El subsuelo de toda la zona donde se asienta la población está horadado de multitud de estos pequeños almacenes subterráneos que servían para hacer y guardar el vino. Pero la filoxera acabó con todas las viñas a finales del siglo pasado XIX.

La cosecha de cáñamo, fue importante en la época de los telares. Hasta hace algunas décadas lo que se sembraba era por el cañamón, que se consumía mucho tostado y con sal en las fiestas familiares. También se cosecha azafrán, aunque ya en muy pequeña escala. Y cómo no hablar de la producción del alimento más típico de esta zona: la miel de la Alcarria. La miel elaborada, bien de romero o de plantas aromáticas, que se produce desde antaño en colmenares.

En cuanto al ganado, bien de tiro o de carga, el más abundante fue el mular, hoy ya desaparecido por la proliferación de los tractores. Le seguía en importancia el asnal y, por último, el caballar, el cual no contaba con escasos ejemplares. El ganado ovino era el más abundante, pues había cuatro o cinco vecinos que tenían rebaño, lo que suponía una producción regular de queso, lana y carne para abastecer su mercado. Hoy en día apenas ya quedan ovejas, con sólo un pastor. En cuanto al consumo de leche, todos los vecinos tenían un par de cabras, que a su vez también proporcionaban carne que, con la de carnero y oveja que se vendían en la carnicería, el suministro de estos productos estaba asegurado.

Hace años se pescaba en el río Ungría grandes cantidades de cangrejos. En cuanto a la producción avícola, las gallinas, con la producción de huevos, servían para el autoabastecimiento y para su venta.

El comercio, todavía hoy día, está representado en el pueblo por la típica tienda de ultramarinos que vende de todo lo necesario, además de ser taberna y estanco. Existen también otras dos tabernas. A parte, siempre el pueblo contó con un herrero, un carpintero y un barbero, que completaban el número de este tipo de establecimientos.

Hoy día, con el auge del turismo rural desde el comienzo del siglo XXI, Atanzón cuenta con una posada rural, la cual dispone de confortables habitaciones donde poder alojarse y disfrutar de las comodidades con las que cuenta, así del entorno natural que ofrece el pueblo, permitiendo a todo aquel que llega desconectar de los masificados lugares de donde, por lo general, proceden.

La industria de servicio al pueblo estaba representada por un molino que, al mismo tiempo, producía electricidad.
Antiguamente Atanzón tuvo industria de paños catorcenos, que daban trabajo a cinco pelaires y un buen número de aprendices. Los paños, aunque bastos, llegaron a tener fama dentro de la población rural de Castilla, lo mismo que sus bayetas, debido a que sus precios eran bajos, pues costaba la vara a ocho reales a principios del siglo XVIII. Por esa época es cuando más habitantes llegó a tener el pueblo, ya que la industria pañera daba  trabajo a hilanderas, tintoreros, bataneros, etc., sumándose  a esta población los vecinos de Centenera de Yuso o Centeneruela, que por entonces se despobló y, al ser ésta parroquia anexa a Atanzón, aquí se vinieron a vivir por ser más fácil encontrar trabajo. El número de habitantes en la villa llegó a ser de mil trescientos, cifra que nunca después ha sido superada, ni aun en el periodo de la Guerra Civil, en el que el pueblo llegó a contar con mil cien habitantes, por el número de refugiados.

En la primera década  del siglo XVIII, con su batán, colaboró con la recién creada Real Fábrica de Paños de Guadalajara, que le dio mucho trabajo. Los talleres o fábricas de paños de Atanzón ya estaban instalados en el siglo XVII, en unos edificios cuyas ruinas todavía persisten en el Cantón, entre las dos fuentes, y el batán se situó en el Barrancal, un poco más abajo. Los almacenes y oficina estuvieron ocupando la manzana completa al principio de la calle de la Iglesia (actual posada rural de los Antiguos Telares). El edificio conserva una bonita puerta adintelada.

Otra industria, más bien de tipo comunal, que ha estado funcionando hasta los años cincuenta del siglo XX, fue el lagar o molino aceitero. En él tenía lugar el laborioso quehacer de los trabajadores de la almazara, acarreando la oliva desde la casa, en costales a lomos de la caballería, echándola en la tolva del molino, llenando las zafras y subiendo el aceite a sus hogares. El lagar, era una gran nave de muros de piedra, cuyo tejado se sostenía por grandes columnas de madera o pies derechos sobre unas basas de piedra. Tenía una gran puerta de entrada y una sola ventana sin cristales que daba al Barrancal. Según se entraba a la derecha, estaba la almazara. Ésta era circular, toda de piedra, con un canal todo a su alrededor, de unos cincuenta centímetros de ancho. Encima estaba la plataforma, donde giraban dos grandes piedras cónicas unidas por un gran aro de hierro, al que iba unida una mula vieja que daba vueltas sin cesar y a la que ostigaban de vez en cuando alguno de los presentes, para que no se parara, conocida como fuerza de sangre. Estaban los vértices de las piedras apuntando al centro y por encima había una tolva a la que se subía por una escalera de madera para echar la aceituna en la misma y desde donde iba cayendo poco a poco para ser molida. Un hombre con una pala iba haciendo caer la pasta ya molida al canal, de donde era recogida para ir llenando unos serillos redondos, dobles, confeccionados de esparto, y que tenían un pequeño agujero circular en el centro, por donde se rellenaban. La prensa ocupaba todo el centro de la nave. Ésta consistía en una gran viga de olmo de más de un metro cuadrado y unos quince metros de larga que caía por un extremo  sobre una plataforma en alto, también de piedra, y por el extremo contrario subía o bajaba impulsada por un gran tornillo de madera que era manejado por dos hombres que le movían con una palanca giratoria. La gran viga estaba fija en su parte central por un eje horizontal sujeto entre dos columnas. Sobre esta plataforma de la prensa, que también tenía a su alrededor otro canal, para recoger el líquido que se desprendiera se ponían apilados diez o doce serillos rellenos de pasta; se hacía bajar la viga, que con su peso los comprimía; mientras, por encima, les echaban grandes calderos de agua hirviendo, que calentaban en el hogar que estaba próximo y que se desplazaba de éste a la prensa con un brazo giratorio, del que pendían éstos de una cadena. Muy cerca del hogar había una fuente manantial, de la que se recogía el agua para calentar. De la prensa salía un canalillo que vaciaba en una tinaja de barro. Del borde de ésta, otro canalillo vertía sobre una tinaja más baja y así, en forma de escalera, había hasta seis tinajas más.

El agua caliente de los residuos más pesados se quedaban en el fondo de la primera tinaja. El aceite, al pesar menos que el agua, desbordaba a la segunda tinaja. Y así sucesivamente hasta llegar a la última que se llenaba del aceite más fino y depurado. Las superiores iban siendo de aceite de peor calidad que se empleaba para candiles, faroles y hacer jabón. El resto del lagar lo ocupaban los trojes para la aceituna, los huesos y la leñera. Cuando se vaciaban los serillos, sólo quedaban los huesos machacados que también se guardaban para dar de comer a los cerdos o para los braseros.

El horno público también se puede considerar industria de uso comunitario. Trabajaban en él todas las mujeres del pueblo, aunque su funcionamiento y mantenimiento dependía de los horneros. Cada familia cocía una vez en semana y se hacían dos hornadas por día, menos los domingos. Solían entrar por hornada de doce a quince mujeres. La noche antes de hacer la hornada se llevaba una carga de leña, que solía ser de encina, aliaga o maraña, preferible por su valor calórico, aunque también llevaban de olivo o jara por sus propiedades aromáticas.  Se preparaba la artesa, a la que se añadía levadura para su fermento, siendo cuidadosamente tapada después con una sabanilla y una manta.

El horno era una sala alargada. En su cabecera estaba el hogar con su bóveda de ladrillo, todavía caliente, con los rescoldos del día anterior, al que se cerraba su boca, una trampilla de hierro. Toda la pared que ocupaba éste era una gran campana que terminaba en una enorme chimenea. Atravesadas en ésta, de viga a viga, estaban colocadas las distintas palas de madera con las que trabajaba el hornero. A los lados había dos mesas auxiliares y una serie de bateas y bandejas de madera, de distintos tamaños, en unos estantes. Desde allí hasta la puerta de entrada existía una gran mesa de tablero único de una sola pieza y de diez centímetros de grueso por unos diez metros de larga, apoyado sobre pilares de mampostería y que tenían un gran lustre de tanto trabajar sobre su superficie. Junto a las dos paredes laterales corrían otras dos mesas más sencillas, de tablones, donde se dejaban los panes, las cestas de horno y los útiles de trabajo. Allí, en la mesa central, se reunían las mujeres de cada hornada a heñir la masa y, una vez bien trabajada, pesaban los pegotes en ella, en una balanza, que también formaba parte de los útiles del local.

Agustín Santamaría on Email